Esta semana llega a las librerías una novedad
de Sajalín editores, Aires nuevos de Peter Kocan, novela que, además de ilustrar la cubierta, he tenido el placer de
traducir. Dado que es un libro que aprecio de forma especial, no quisiera
desaprovechar la ocasión de satisfacer en alguna medida la curiosidad de los
lectores a quienes Peter Kocan, publicado ahora por primera vez en castellano,
haya despertado interés. (Podéis leer el primer capítulo íntegro aquí.)
Aires nuevos es una
novela autobiográfica. Esto significa solamente que la peripecia del protagonista,
tan ficticia o tan poco como pueda serlo la de cualquier personaje de novela
—los escritores saben que verificar la correspondencia de sus narraciones con
la realidad escapa a las posibilidades de sus lectores—, se parece mucho a la
peripecia biográfica del autor. Y la biografía de Peter Kocan está señalada por
un episodio muy llamativo: en 1969, a la edad de diecinueve años, en
condiciones cercanas a la mendicidad y afectado por un grave trastorno mental, Kocan
fue sentenciado a cadena perpetua por el intento de asesinato de Arthur
Calwell, candidato laborista a la presidencia de Australia, a quien disparó con
una escopeta a través de la ventanilla del coche en que el político iba a
abandonar un mitin e hirió en la cara. Sin embargo, en el
psiquiátrico penitenciario, el adolescente trastornado, caso perdido de quien
no cabía esperar otra cosa que el ostracismo y su desaparición de la vida
pública extraviado para siempre en los engranajes de la máquina penitenciaria,
adoptó el hábito de ocupar las horas de encierro leyendo, y más tarde
escribiendo, hasta que comenzó a publicar poemarios y novelas y, con los años,
a recibir importantes premios literarios.
La historia, pues, con que se asociará por
siempre a Peter Kocan y todos sus libros es la del chico perturbado que un día
se ganó la atención de la opinión pública por un acto de pura y ciega violencia
y, tras cumplir una condena rebajada, regresó a la vida en sociedad como
escritor laureado. Esta es la historia que despertó mi curiosidad y la de los
editores de Sajalín, y la que imagino que ahora atraerá a
algunos lectores hacia la recién publicada Aires
nuevos. Sin embargo, no me parecería razonable que una biografía tan
llamativa ensombreciera una extraordinaria novela que se tiene en pie por sí sola.
El protagonista de Aires nuevos, trasunto del adolescente Kocan, es un chico de catorce años a quien su madre fuerza a buscar
trabajo en el campo y progresivamente abandona. Sus circunstancias,
a las que se añade la huida de un padrastro violento, guardan parecido con las
del Huckleberry Finn de Twain o las del David Copperfield de Dickens; más con
las del héroe dickensiano en cuanto a la negrura de expectativas. Pero el chico
de Kocan carece del candor, la entereza y habilidad social de aquellos; tampoco
posee el don de los huérfanos de Twain de sortear la adversidad ejerciendo esa
gozosa libertad propia de la infancia imaginada como dichoso estado de naturaleza,
ni ha conocido nunca, como sí ocurría con David Copperfield, a nadie que lo
amparara o en cuya compañía se sintiera pleno y feliz. Introvertido, desposeído
e ignorado, el único asidero del chico en este mundo son ciertos
personajes e ideas que su imaginación se apresura a moldear.
Uno de los personajes a los que más recurre es
Diestl, soldado alemán protagonista de cierta película bélica. El chico invoca
su ejemplo siempre que las dificultades apremian. Derrotado el ejército alemán,
Diestl se encuentra en terreno enemigo, solo y herido, avanzando renqueante por
una carretera desolada a través de un mundo en ruinas. Lo ha perdido todo, no
cree que nada bueno le espere, y pese a ello avanza sin cesar, con el ánimo
gélido y preparado para apretar el gatillo del fusil Schmeisser ante cualquier
amenaza. En ocasiones en que el chico se ve obligado a dar un paso demasiado
difícil, trata de figurarse lo que Diestl haría en su lugar, lo imita, imagina
que el soldado le habla y da consejos; le gusta creer que el fuerte Diestl lo
acompaña. Pero otras veces la aspereza del soldado alemán le asusta hasta
resultarle insoportable. En esos momentos, echado en el catre de un frío y
húmedo cobertizo de una casa de labranza, o encerrado en una habitación de una
pensión sórdida, recurre a las fotografías de Grace Kelly que atesora y las contempla largamente, figurándose que la actriz le devuelve su hermosa mirada de ojos azules.
De este modo recuerda que, pese a toda la sordidez y aspereza del camino que
tiene ante sí, existe esa belleza en el mundo, y esta certeza le proporciona el
mayor consuelo.
A medida que el periplo avanza y nuevas
personas se cruzan en el camino del chico —algunas de ellas tan fascinantes
para él como el granjero pobre Clem Currey, apegado a un admirable código de
valores, o Meredith Blackett, quinceañera díscola hija de una familia de
rígidas creencias religiosas—, vemos como su universo simbólico gana en
complejidad y va cobrando forma. Sin embargo, desvalido y temeroso, las
circunstancias arrastran al chico como un vendaval y sus expectativas cambian
al mismo ritmo. Cuando las cosas se tuercen, Diestl asoma en el horizonte
como un heraldo negro cada vez más real; y cuando el chico se siente vencido
por el desaliento, conjura al fantasma del valeroso rey Harold, al mando
de los sajones en la batalla de Hastings, caído junto a su pueblo en el combate
contra los normandos, símbolo de la trágica destrucción a la que irremisiblemente se
dirigen todos los héroes auténticos. Muy despacio, de forma natural y casi
imperceptible —hay que ver en ello el talento de Kocan y uno de los mayores
logros de la novela—, los contornos del mundo comienzan a desdibujarse: cosas
que sabíamos imaginarias, por momentos adquieren apariencia de realidad y,
recíprocamente, ciertas realidades se antojan cada vez más fantasmales. Es así
como el espectro de un acto terrible comienza a cernerse sobre el chico en forma de inaplazable imperativo.
Aires
nuevos es el relato de una experiencia muy dura, triste e
injusta. Esto no debería espantar a nadie. Peter Kocan tiene el talento, que
tantos escritores persiguen infructuosamente, de invocar con la escritura un
mundo real, fascinante, brutal y perturbador como la vida misma. En Aires nuevos, el quebradizo muro que
separa la realidad del ensueño, la razón de la sinrazón, se derrumba de la
forma más persuasiva y conmovedora que he tenido ocasión de leer en un libro.
Uno no sabe explicar por qué lee novelas, pero sí sabe que leyéndolas satisface
el deseo de explorar incansablemente con las luces
de la inteligencia todos los recovecos de la existencia humana, incluidos los
más sombríos. En las oscuridades de los seres humanos y de la relación entre ellos suele esconderse el fondo de los asuntos
morales, esas piedras en el camino con las que todos tropezamos. ¿Acaso no
sabemos qué les ocurre a los locos? Peter Kocan pertenece a la estirpe de los
mejores escritores de su tiempo, y Aires nuevos resplandece en la constelación de la gran literatura sobre la infancia desdichada.
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